miércoles, 11 de agosto de 2010

Tierra Firme

Las razones para tamaña osadía fueron muchas, mas las que pesaron decisivamente en mi ánimo fueron dos: la primera, que mi señor padre deseaba conservar a su hijo Martín, su heredero, el continuador de su noble linaje, el que se haría cargo de sus queridas propiedades y de su amplia familia cuando él desapareciera. Sólo así podría morir en paz, me dijo. La segunda, que yo deseaba recuperarme a mí misma, que necesitaba dejar de ser Martín, aunque sólo fuera de vez en cuando, para sentirme Catalina, para sentirme mujer y para sentirme bien, aunque odiara la humillante esclavitud a la que estábamos sometidas las mujeres. Necesitaba la libertad de Martín y la esencia de Catalina. De algún modo que no se me alcanzaba me había convertido en los dos.

Los que nunca llegué a figurarme en aquel año de mil y seiscientos y cinco, cuando abracé tal decisión, fue que tanto Martín como Catalina llegarían a ser grandemente conocidos por todo el ancho Nuevo Mundo, que Martín gobernaría un navío pirata y que Catalina... En fin, no, no diré más, que ésa ya es otra historia.

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